Nunca en mi juventud me habÃa planteado visitar Turkana, y mucho menos me habÃa imaginado que un dÃa estarÃa viviendo aquÃ. Tampoco pensé que podrÃa llegar a hablar o escribir en otros idiomas aparte del swahili e inglés. Y es que un mundo absolutamente nuevo se abrió ante mà gracias a la Comunidad Misionera de San Pablo Apóstol (MCSPA) y especialmente al padre Francisco Andreo, el fundador, y al padre Francis Teo, quienes me invitaron a participar de su visión y experiencia. Asà pude ver las cosas con otros ojos y descubrir en mi vida el valor de dirigir mi mirada hacia los otros y darnos a ellos a través de los pequeños gestos, descubriendo de este modo a Jesús: “Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me recogisteis; estuve desnudo y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mÃâ€. (Mateo 25:35-36).
En aquel tiempo viajar dos dÃas por carretera era algo que solo algunos locos podÃan hacer. Además, era muy aventurado ir a un lugar como Turkana teniendo en cuenta que la gente del sur de Kenia, como yo, no conocÃa su historia ni su cultura, incluso muchos ni siquiera saben que es una región que forma parte de Kenia.
Yo crecà en Nairobi, y tuve la suerte de pertenecer a una familia generosa y muy católica. Tuvieron que trabajar muchÃsimo para lograr que todos sus hijos disfruta- sen de una educación decente, comida en la mesa cada dÃa, y se convirtieran en buenas personas.
Viviendo en ese entorno, crecà creyendo en algunos valores: habÃa que estudiar mucho, obtener buenos resultados, bus- car un buen trabajo, ayudar a nuestros padres y hermanas para que tuviesen una vida mejor, casarme y seguir haciendo lo mismo con nuestros hijos, y ellos como nosotros con ellos. Nunca pensé que ve- rÃa las cosas de otra manera. Pero ese viaje a Turkana me sirvió para desmontar los prejuicios que tenÃa sobre mi propia familia, como pensar que éramos los más pobres del barrio porque no tenÃamos coche o no comÃamos carne cada semana… Hasta que vi la pobreza que habÃa en Turkana, y me di cuenta de que éramos privilegiados.
Conocà a la MCSPA gracias a mi primo George Ouma, que en aquel tiempo vivÃa con los misioneros, con el padre Francis, en concreto, y querÃa ser sacerdote como los demás misioneros. Él vino a mi casa y nos contó lo que estaba haciendo en Turkana y de ahà me dieron muchas ganas de ir. Eso sÃ, solo a conocer ese lindo pero extraño lugar llamado Turkana.
El viaje fue muy, muy largo. Los dos dÃas de camino parecÃan interminables. El padre Fernando Aguirre conducÃa un cuatro por cuatro. ¡Era la primera vez en subirme a uno, solo los habÃa visto en pelÃculas! El coche iba lleno hasta los topes de comida, medicinas, muebles, pollitos, árboles… y en un pequeño espacio atrás cabÃamos cuatro personas más. Viajamos con unos chicos de Turkana, Napocho, Ekalukan y Morita. Ellos me explicaban pequeñas anécdotas de Turkana. Esas historias me dieron ánimo e ilusión para continuar el viaje y poco a poco se me fue quitando el miedo inicial y los prejuicios sobre este lugar tan remoto.
Recuerdo que paramos a mitad de camino y el padre Fernando, Natalia, una de las misioneras, y los chicos sacaron un cesto, y de repente montamos un estupendo pÃcnic con tortilla española, jamón, mangos y agua. ¡Una comida completa! Este fue otro pequeño gesto que me hizo cambiar mi forma de pensar. Nunca habÃa pensado en llevar comida para un viaje, siempre suponÃa que podÃas parar e ir a una tienda y comprarla… Ante mi sorpresa, el padre Fernando me dijo: “Y aunque tuvieras dinero, Lillian, ¿dónde están las tiendas para comprar la comida? Si quieres ser una buena misionera tienes que estar preparada para pensar en los demás primero antes que en tiâ€.
Ya en el camino que se adentraba en Turkana el paisaje era muy seco y solitario y solo veÃamos algunos camellos y cabras cruzando la carretera de vez en cuando y grupitos de cabañas hechas con ramas. Los chicos me explicaron que eran las casas de la gente, y pensé: “¿Pero a dónde me están llevando? ¡Esto parece el n del mundo!â€. Finalmente llegamos a la misión de Nariokotome. AhÃ, después de dos dÃas viajando, vi gente que llevaba ropa y hablaba un idioma que podÃa entender.
Y casas por primera vez. Sacamos todas las cosas del coche y me llevaron a una casa con una de las misioneras, que me anunció: “Esta es tu habitación, dúchate. Dentro de una hora comemos y luego te vas a descansar“,suspiré y me retiré a mi habitación.
Minutos después escuché “¡Emergency, emergency!â€. Vi a Natalia, que, además de misionera, era médico, corriendo hacia el coche. Salà fuera y pregunté: “¿Qué pasa?â€. Me dijo: “Sube, vamos, hay que atender a una madre que no puede dar a luzâ€. Subà pitando al coche y ella condujo como los que van al Safari Rally, hacia la montaña de Riokomor, saltando por los baches. Al llegar encontramos una señora embarazada que hacÃa dos dÃas querÃa dar a luz, pero estaba muy anémica y no tenÃa apenas fuerza. La misionera cogió el cesto del coche, preparo un té con mucho azúcar, se lo dio a la señora para beber e inmediatamente la pusimos en el coche y salimos de nuevo hacia el dispensario de Nariokotome.
Después de 40 minutos por los caminos de piedras y tierra, los que iban atrás del coche nos hicieron parar: ¡el bebé habÃa nacido! No entendà nada, pero es- taba muy contenta porque la vida de la madre y la del hijo ya no estaban en peligro. Cuando llegamos a Nariokotome, Natalia me explicó que gracias al té con mucho azúcar y a los botes del coche la madre pudo reunir fuerza suficiente para dar a luz al bebé. Como estas anécdotas se dieron muchas durante mi estancia, y definitivamente me hicieron pensar mucho y ver las cosas diferentes a cómo las veÃa antes.
Estuve en la misión dos meses ayudando donde podÃa, en la cocina, en el huerto, en la clÃnica móvil, en el centro de nutrición, limpiando… Desde el primer dÃa me sentà como una más de ellos y no como una visitante, a pesar de que eran gente de diferentes paÃses: kenianos, colombianos, venezolanos, españoles… HabÃa algo que les unÃa, todos se querÃan.
Volvà a Nairobi y empecé a estudiar. Unos seis meses después, cuando ya me habÃa olvidado un poco debido a la vida del dÃa a dÃa, llegó mi primo y me preguntó si querÃa ir a una misa a la que los misioneros me invitaban. Pensé: “¿Para qué tengo que ir a misa si tenÃa pensado ir el domingo?â€. Aún asÃ, fui. Ahà estaban el padre Francisco (Paco) y el padre Francis. Fue una misa sencilla con gente sencilla. Y sin embargo sentà algo que no sé explicar. Algo pasó dentro de mà que me devolvió la misma felicidad que experimenté durante los dos meses que estuve en Turkana la primera vez.
En aquel momento no podÃa decir que tenÃa vocación de misionera. Pero esa felicidad, el aprender la importancia de los gestos a los demás, el dirigir la mirada hacia el otro fueron cosas que me hicieron replantearme lo que querÃa hacer y ser.
A través de esas pequeñas experiencias descubrà el tesoro que habÃa en Turkana con la Comunidad Misionera de San Pablo. La invitación a la misa en Nairobi aquel dÃa entre semana, la motivación de los padres Paco y Francis al pensar en mi y preocuparse de invitarme, y después la chispa que encendió esa luz en mi interior, y que poco a poco se iba avivando a través de personas que no solo no pensaban en ellos mismos, sino que querÃan compartir esa felicidad conmigo y con otros. Creo que este conjunto de pequeños gestos, personas, motivaciones, acabaron de despertar esa llamada misionera en mÃ. Si no me hubieran invitado a esa misa, creo que hubiera seguido haciendo lo que todo mundo hace: estudiar, trabajar, ayudar a la familia, casarme y tener hijos. ¡Gracias a Francis por invitarme a esa misa que movió algo en mi!
Esa llama en mi interior, avivada por las personas que me han rodeado en estos 18 años, ha sido la motivación que me ha llevado a ser quien soy y estar donde estoy ahora, en la misión de Nariokotome.
Me gustarÃa que Dios me ilumine y me dé fuerza para compartir todo lo que he ido aprendiendo en este camino, como dice la plegaria de San Francisco de AsÃs: “Haz de mà un instrumento de tu pazâ€. Todo lo que hago es gracias primero a Dios por darme la vida, a mi familia, a la Comunidad Misionera de San Pablo Apóstol, y también al apoyo que me aportan todos mis amigos en España, Kenia, Singapur, Malasia, Alemania… Ellos nos apoyan con su amistad, oraciones y económicamente para poder hacer todo este trabajo.
Durante estos años he vivido multitud de experiencias, a veces buenas y a veces malas. He visitado y vivido en paÃses muy diferentes (EtiopÃa, Colombia, Alemania), con gentes y lenguas muy diferentes, y todo eso me ha hecho ser, humildemente, mejor persona y motivarme para intentar compartir mi felicidad de encontrar a Jesús en los otros a través de los pequeños gestos, volviendo mi mirada hacia los otros. Espero que mi experiencia pueda ayudar a otros a encontrar esa misma felicidad, llevando siempre la sonrisa de Dios a todas partes.
Lillian Omari, MCSPA
