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De Pietraforte a Kenia: Patrizia Aniballi

1 noviembre 2019 Publicado por Noticias, Testimonios 0 comentarios sobre “De Pietraforte a Kenia: Patrizia Aniballi”

Siempre es difícil explicar cómo nació la vocación. Mi caso no es tan especial como uno se pudiera imaginar. Muchas veces la gente considera al misionero o a los religiosos personas tan especiales que casi los describen como seres fuera de lo normal, pero no es así; tenemos mucho que aprender de los demás. Lo que nos caracteriza es que queremos sin medida a los más marginados, aunque eso no nos sea siempre fácil.

Como podéis ver por mi nombre, yo soy italiana, aunque ahora de italiana ya no me queda casi nada, pues hace más de 28 años que vivo en Kenia y, como sabéis, aquí se habla inglés y kiswahili, y en nuestra comunidad hablamos español e inglés, así que hoy en día ya no sé qué idioma hablo, quizá una mezcla de casi todo.

Os cuento cómo aparecí en esta tierra tan lejana. Yo vivía en un pequeño pueblo que se llama Pietraforte, en la provincia de Rieti, en Italia. En aquel entonces en mi pueblo había unas 100 personas, ¡no exagero! Mucha gente se había marchado para buscar trabajo en las ciudades. El párroco de la iglesia era un sacerdote español, y un día que vino a oficiar un funeral al pueblo, yo lo fui a buscar para que me hiciera un certificado que necesitaba mi primo para casarse. Vi el coche del padre aparcado con dos jóvenes dentro y me acerqué, abrí la puerta y me senté con ellas. Las jóvenes estaban sorprendidas al verme, y empecé a explicarles por qué estaba allí. Ellas me hablaban medio en italiano, medio en español. Eran dos misioneras laicas de la Comunidad Misionera de San Pablo Apóstol, que me explicaron durante más de media hora lo que hacían en Kenia. Yo les dije que siempre había querido ser misionera, pero que cada vez que me acercaba al cura me presentaba a monjas para ver si quería ser religiosa, pero yo veía que eso no era para mí.

Después llegó el sacerdote y me invitó a acompañarles a Roma, porque aquel día llegaba el P. Paco. Me fui con ellos. Desde el primer momento que Paco me vio me invitó a ir a Kenia. Él me parecía demasiado determinado, por decirlo así. Era la primera vez que alguien que no me conocía se fiaba de mí a primera vista, y yo

le dije que sí, que quería ir. Estuve con ellos dos días, y aunque todos se esforzaban en hablarme en italiano casi no les entendía y yo no hablaba español.

Así fue como al cabo de unos meses dejé a mi familia. Yo tuve un hermano, cuatro años menor que yo, que nació prematuro, de seis meses, y estuvo un tiempo en la incubadora. Más tarde le diagnosticaron una parálisis cerebral y vivió tan sólo hasta los nueve años, así que me convertí en hija única. Afortunadamente mi primo de cuatro años se añadió a nuestra pequeña familia tras la muerte de su padre y mi madre lo crió hasta que a los catorce volvió con su madre. Entonces fui realmente hija única. Y a pesar de eso, mis padres no se opusieron a mi marcha a Kenia. Al principio me echaban de menos, pero lo aceptaron.

Ahora, después de muchos años, entiendo bien la determinación de Paco a llamarme a dejarlo todo para seguir a Cristo e ir donde no hay nada, donde la gente es tan pobre que viven con “menos que nada”, en Turkana.

Al llegar a Kenia viví mucho tiempo en Nairobi. En la comunidad era la única italiana, y no hablaba nada más que italiano. Muchas veces me sentía extraña, ansiaba ir a vivir a Turkana, al desierto, y no estar en una gran ciudad. Me acuerdo que al principio sólo quería ir con la chica de la Comunidad que conocí en mi pueblo, pero ella tuvo que irse a otra misión en Bolivia y me costaba adaptarme a los demás. Mi madre me llamaba de vez en cuando un minuto para saber si estaba bien, y aunque yo le decía que sí, se daba cuenta de que no era verdad. Nunca quise decírselo, pues me costó bastante separarme de mi familia y de “mi pequeño mundo”. Estaba habituada a hacer un poco lo que yo quería, a viajar y tomar mis propias decisiones.

Los primeros meses fueron así: “me gustaba, pero”… después todo fue cambiando, entendí más lo que significaba la vida que quería seguir. El cariño y, sobre todo, la paciencia que toda la comunidad tuvo conmigo fueron extraordinarios. Tras algunos meses me decidí a quedarme. Fue después de haber ido a Turkana, de ver cómo vive la gente, de ver el trabajo que allí se hace. Creo que esto me conmovió, y pensar que podría ser útil cambió mi manera de actuar.

En estos 28 años mi madre ha venido casi todo los años a estar con nosotros. Se encontraba como en casa, enseñando a coser, bordar, a hacer pasta italiana, salchichas y muchas más cosas. Es bonito ver cómo la familia se integra con la Comunidad, y al final formamos todos una misma familia. Acompañándonos aquí son muy útiles, aprenden a querer a toda nuestra gente en la misión y así entienden muchas de las cosas que yo les explicaba.

No fue casualidad que en mi pequeño pueblo estuviera un cura español. Todo sucedió de la mano de Dios, que estaba allí. Por mi parte la puerta estaba abierta, y espero que la mano de Dios me siga guiando por los caminos de la misión, allí donde me quiera llevar

Patrizia Aniballi, MCSPA

Los Pequeños Gestos y la Mirada Hacia el Otro: Lillian Omari

31 octubre 2019 Publicado por Noticias, Testimonios 0 comentarios sobre “Los Pequeños Gestos y la Mirada Hacia el Otro: Lillian Omari”

Nunca en mi juventud me había planteado visitar Turkana, y mucho menos me había imaginado que un día estaría viviendo aquí. Tampoco pensé que podría llegar a hablar o escribir en otros idiomas aparte del swahili e inglés. Y es que un mundo absolutamente nuevo se abrió ante mí gracias a la Comunidad Misionera de San Pablo Apóstol (MCSPA) y especialmente al padre Francisco Andreo, el fundador, y al padre Francis Teo, quienes me invitaron a participar de su visión y experiencia. Así pude ver las cosas con otros ojos y descubrir en mi vida el valor de dirigir mi mirada hacia los otros y darnos a ellos a través de los pequeños gestos, descubriendo de este modo a Jesús: “Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me recogisteis; estuve desnudo y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí”. (Mateo 25:35-36).

En aquel tiempo viajar dos días por carretera era algo que solo algunos locos podían hacer. Además, era muy aventurado ir a un lugar como Turkana teniendo en cuenta que la gente del sur de Kenia, como yo, no conocía su historia ni su cultura, incluso muchos ni siquiera saben que es una región que forma parte de Kenia.

Yo crecí en Nairobi, y tuve la suerte de pertenecer a una familia generosa y muy católica. Tuvieron que trabajar muchísimo para lograr que todos sus hijos disfruta- sen de una educación decente, comida en la mesa cada día, y se convirtieran en buenas personas.

Viviendo en ese entorno, crecí creyendo en algunos valores: había que estudiar mucho, obtener buenos resultados, bus- car un buen trabajo, ayudar a nuestros padres y hermanas para que tuviesen una vida mejor, casarme y seguir haciendo lo mismo con nuestros hijos, y ellos como nosotros con ellos. Nunca pensé que ve- ría las cosas de otra manera. Pero ese viaje a Turkana me sirvió para desmontar los prejuicios que tenía sobre mi propia familia, como pensar que éramos los más pobres del barrio porque no teníamos coche o no comíamos carne cada semana… Hasta que vi la pobreza que había en Turkana, y me di cuenta de que éramos privilegiados.

Conocí a la MCSPA gracias a mi primo George Ouma, que en aquel tiempo vivía con los misioneros, con el padre Francis, en concreto, y quería ser sacerdote como los demás misioneros. Él vino a mi casa y nos contó lo que estaba haciendo en Turkana y de ahí me dieron muchas ganas de ir. Eso sí, solo a conocer ese lindo pero extraño lugar llamado Turkana.

El viaje fue muy, muy largo. Los dos días de camino parecían interminables. El padre Fernando Aguirre conducía un cuatro por cuatro. ¡Era la primera vez en subirme a uno, solo los había visto en películas! El coche iba lleno hasta los topes de comida, medicinas, muebles, pollitos, árboles… y en un pequeño espacio atrás cabíamos cuatro personas más. Viajamos con unos chicos de Turkana, Napocho, Ekalukan y Morita. Ellos me explicaban pequeñas anécdotas de Turkana. Esas historias me dieron ánimo e ilusión para continuar el viaje y poco a poco se me fue quitando el miedo inicial y los prejuicios sobre este lugar tan remoto.

Recuerdo que paramos a mitad de camino y el padre Fernando, Natalia, una de las misioneras, y los chicos sacaron un cesto, y de repente montamos un estupendo pícnic con tortilla española, jamón, mangos y agua. ¡Una comida completa! Este fue otro pequeño gesto que me hizo cambiar mi forma de pensar. Nunca había pensado en llevar comida para un viaje, siempre suponía que podías parar e ir a una tienda y comprarla… Ante mi sorpresa, el padre Fernando me dijo: “Y aunque tuvieras dinero, Lillian, ¿dónde están las tiendas para comprar la comida? Si quieres ser una buena misionera tienes que estar preparada para pensar en los demás primero antes que en ti”.

Ya en el camino que se adentraba en Turkana el paisaje era muy seco y solitario y solo veíamos algunos camellos y cabras cruzando la carretera de vez en cuando y grupitos de cabañas hechas con ramas. Los chicos me explicaron que eran las casas de la gente, y pensé: “¿Pero a dónde me están llevando? ¡Esto parece el n del mundo!”. Finalmente llegamos a la misión de Nariokotome. Ahí, después de dos días viajando, vi gente que llevaba ropa y hablaba un idioma que podía entender.

Y casas por primera vez. Sacamos todas las cosas del coche y me llevaron a una casa con una de las misioneras, que me anunció: “Esta es tu habitación, dúchate. Dentro de una hora comemos y luego te vas a descansar“,suspiré y me retiré a mi habitación.

Minutos después escuché “¡Emergency, emergency!”. Vi a Natalia, que, además de misionera, era médico, corriendo hacia el coche. Salí fuera y pregunté: “¿Qué pasa?”. Me dijo: “Sube, vamos, hay que atender a una madre que no puede dar a luz”. Subí pitando al coche y ella condujo como los que van al Safari Rally, hacia la montaña de Riokomor, saltando por los baches. Al llegar encontramos una señora embarazada que hacía dos días quería dar a luz, pero estaba muy anémica y no tenía apenas fuerza. La misionera cogió el cesto del coche, preparo un té con mucho azúcar, se lo dio a la señora para beber e inmediatamente la pusimos en el coche y salimos de nuevo hacia el dispensario de Nariokotome.

Después de 40 minutos por los caminos de piedras y tierra, los que iban atrás del coche nos hicieron parar: ¡el bebé había nacido! No entendí nada, pero es- taba muy contenta porque la vida de la madre y la del hijo ya no estaban en peligro. Cuando llegamos a Nariokotome, Natalia me explicó que gracias al té con mucho azúcar y a los botes del coche la madre pudo reunir fuerza suficiente para dar a luz al bebé. Como estas anécdotas se dieron muchas durante mi estancia, y definitivamente me hicieron pensar mucho y ver las cosas diferentes a cómo las veía antes.

Estuve en la misión dos meses ayudando donde podía, en la cocina, en el huerto, en la clínica móvil, en el centro de nutrición, limpiando… Desde el primer día me sentí como una más de ellos y no como una visitante, a pesar de que eran gente de diferentes países: kenianos, colombianos, venezolanos, españoles… Había algo que les unía, todos se querían.

Volví a Nairobi y empecé a estudiar. Unos seis meses después, cuando ya me había olvidado un poco debido a la vida del día a día, llegó mi primo y me preguntó si quería ir a una misa a la que los misioneros me invitaban. Pensé: “¿Para qué tengo que ir a misa si tenía pensado ir el domingo?”. Aún así, fui. Ahí estaban el padre Francisco (Paco) y el padre Francis. Fue una misa sencilla con gente sencilla. Y sin embargo sentí algo que no sé explicar. Algo pasó dentro de mí que me devolvió la misma felicidad que experimenté durante los dos meses que estuve en Turkana la primera vez.

En aquel momento no podía decir que tenía vocación de misionera. Pero esa felicidad, el aprender la importancia de los gestos a los demás, el dirigir la mirada hacia el otro fueron cosas que me hicieron replantearme lo que quería hacer y ser.

A través de esas pequeñas experiencias descubrí el tesoro que había en Turkana con la Comunidad Misionera de San Pablo. La invitación a la misa en Nairobi aquel día entre semana, la motivación de los padres Paco y Francis al pensar en mi y preocuparse de invitarme, y después la chispa que encendió esa luz en mi interior, y que poco a poco se iba avivando a través de personas que no solo no pensaban en ellos mismos, sino que querían compartir esa felicidad conmigo y con otros. Creo que este conjunto de pequeños gestos, personas, motivaciones, acabaron de despertar esa llamada misionera en mí. Si no me hubieran invitado a esa misa, creo que hubiera seguido haciendo lo que todo mundo hace: estudiar, trabajar, ayudar a la familia, casarme y tener hijos. ¡Gracias a Francis por invitarme a esa misa que movió algo en mi!

Esa llama en mi interior, avivada por las personas que me han rodeado en estos 18 años, ha sido la motivación que me ha llevado a ser quien soy y estar donde estoy ahora, en la misión de Nariokotome.

Me gustaría que Dios me ilumine y me dé fuerza para compartir todo lo que he ido aprendiendo en este camino, como dice la plegaria de San Francisco de Asís: “Haz de mí un instrumento de tu paz”. Todo lo que hago es gracias primero a Dios por darme la vida, a mi familia, a la Comunidad Misionera de San Pablo Apóstol, y también al apoyo que me aportan todos mis amigos en España, Kenia, Singapur, Malasia, Alemania… Ellos nos apoyan con su amistad, oraciones y económicamente para poder hacer todo este trabajo.

Durante estos años he vivido multitud de experiencias, a veces buenas y a veces malas. He visitado y vivido en países muy diferentes (Etiopía, Colombia, Alemania), con gentes y lenguas muy diferentes, y todo eso me ha hecho ser, humildemente, mejor persona y motivarme para intentar compartir mi felicidad de encontrar a Jesús en los otros a través de los pequeños gestos, volviendo mi mirada hacia los otros. Espero que mi experiencia pueda ayudar a otros a encontrar esa misma felicidad, llevando siempre la sonrisa de Dios a todas partes.

Lillian Omari, MCSPA

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