Aterrizar Y Enamorarte del Lugar, Turkana Junio 2018

27 julio 2018 Publicado por Noticias, Testimonios 0 comentarios sobre “Aterrizar Y Enamorarte del Lugar, Turkana Junio 2018”

Aterrizar y enamorarte del lugar, de su gente y de sus colores, es todo una misma cosa. Es cierto que lo de “aterrizar” suena ligeramente efímero teniendo en cuenta lo complicado que es llegar a este pequeño paraíso escondido en el lugar más recóndito al que haya accedido jamás. Pero se llega, y merece la pena.

Un 15 de Junio aterrizábamos tras el cuarto y último vuelo que tienes que coger para llegar a Kokuselei, Turkana (Kenia). La vista desde la avioneta que te lleva de Lodwar a Kokuselei es espectacular: un paraje infinito de tierra, habitada únicamente por algunos árboles que han tenido la valentía de seguir viviendo en un lugar en el que apenas llueve 3 o 4 veces al año. A medida que te acercas a la misión se ve la nueva iglesia, todavía en construcción, y las edificaciones de las chicas. Un pequeño quiebro y se encara una pista de aterrizaje que tienes suerte si esa mañana el rebaño de cabras no está pasando por allí en su búsqueda incansable de alimento.

Y allí te plantas, con una temperatura difícil de soportar para una blanquita con cara de estar más perdida que en toda su vida. Pero lo primero y único que ves son sonrisas, saludos, risas, gestos de cariño y un ejército de renacuajos que te ayudan encantados con la ingente cantidad de equipaje con la que siempre se llega a Turkana. Y entonces te das cuenta de que va a ser una vivencia que te va a cambiar, y que te va a enseñar muchísimo más de lo que tú puedas aportarles a ellos.

Y así es. Desde el primer momento aprendes y convives con una cultura casi absolutamente opuesta a la nuestra, entre unas gentes cuyas condiciones de vida no son ni siquiera comparables con las que has conocido hasta ahora. Y, sin embargo, cuesta encontrar diferencias con ellos: te sientes desde el primer momento absolutamente identificada con sus necesidades y con sus ilusiones.

Podría pasarme días intentando describir el maravilloso paisaje árido e inalcanzable a la vista, las montañas, sus pastores, las costumbres y su amor al color, la música y la danza. Podría hablar de todos y cada uno de los piojillos (small people) que siguen a Rocío hasta el fin del mundo, con una devoción y un cariño infinitos. Pero hay que sentirlo, hay que correr con ellos, reírte, jugar, y luchar por encontrar un espacio en el coche entre enfermos, madres del mercado, niños cargados de energía y cabras. Hay que sentir su ritmo de vida y ser capaz de acompasar el tuyo a ese rincón lleno de paz y esperanza. Hay que saborear ese último momento de luz del día, cuando el sol te da un respiro y aprecias el paisaje con calma, agradeciendo otro maravilloso día.

Y hay que entender lo increíble de la labor de las chicas de la misión en particular y de la comunidad en general. No sólo por lo más evidente: dedicar absolutamente cada segundo de su vida a los demás, sin prejuicios, sin avaricia, sin envidias o comparaciones, sin pertenencias. Ellos, todo lo que son, por un proyecto que no se parece en nada a lo que estamos acostumbrados, por un proyecto mucho más trascendente: las personas. Cada persona es un reto y una ilusión, y cada día un poco más de tiempo para exprimirlo al máximo y poder darles tantas oportunidades como hemos tenido nosotros. No tienen un trabajo, sino una dedicación continua que forma parte de ellos y que les hace ser quienes son.

Pero lo más admirable – sobre todo para mí, que miro embobada a una hermana mayor que siempre intenté imitar, y que ahora ya ha pasado absolutamente a otra categoría imposible de alcanzar – es la capacidad que han tenido de pasar a ser parte de la comunidad, a ser queridas y respetadas, a enseñarles desde sus costumbres y su perspectiva aquello que a ellos tanto les llena y tan felices les hace. Y eso sí es difícil de describir. Y esa ilusión les ha permitido hacer evolucionar la comunidad de manera espectacular, pero manteniendo siempre los principios y valores que hacen posible que una sociedad crezca de manera robusta. Y he visto en los ojos de los Turkana la misma admiración que siento yo misma: respetuosos y cariñosos saludos, aprendiendo de ellos, observándolos, añadiendo poco a poco a sus costumbres lo que adquieren de los misioneros gracias a su sencillez y curiosidad. Es una convivencia armoniosa que les está permitiendo crecer juntos, haciendo que los recursos y la información que reciben les haga más libres y más capaces.

Queda solo decir que mi aportación como diseñadora de carteles, ideadora de manualidades o maestra de circuitos eléctricos no fue más que una mínima muestra comparado a todo lo que la estancia en Kokuselei me aportó a mí. Y es que desde el primer día comprendí que debía confiar ciegamente en ellos y dejarme llevar, y mi alegría y mi capacidad de aprendizaje fluyeron desde el primer momento. Aprendí del respeto a los mayores, de la fortaleza de la mujer, de la importancia de los gestos y las costumbres, de la utilidad de las onomatopeyas. Entendí lo gratuito que es un saludo, y lo mucho que puede significar. Y, por todo el tiempo que pasé con ellos, aprendí de la importancia de la sencillez, la ingenuidad, la generosidad, la capacidad de trabajo, la curiosidad, el respeto y las ganas de aprender de los niños. Los niños de Rocío, como a mí me gusta llamarlos, son una ejército de enanos que corren, ríen, cocinan, juegan y aprenden dentro y fuera de las inmediaciones de la misión, y ayudan y acompañan a Rocío siempre que pueden, conociendo y adorando su disciplina y su genio, y apreciando las sonrisas que tan generosamente les regala, con una mirada pilla que les hace entender que están a salvo y que pueden jugar, saltar, vivir y crecer. Ha sido maravilloso observar y entender esa sintonía, como hermana, como persona y como cristiana. Sólo me sale una palabra: ejemplo.

Gracias por compartir con nosotros vuestro paraíso.

Blanca Aguirre

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