Siempre es difícil explicar cómo nació la vocación. Mi caso no es tan especial como uno se pudiera imaginar. Muchas veces la gente considera al misionero o a los religiosos personas tan especiales que casi los describen como seres fuera de lo normal, pero no es así; tenemos mucho que aprender de los demás. Lo que nos caracteriza es que queremos sin medida a los más marginados, aunque eso no nos sea siempre fácil.
Como podéis ver por mi nombre, yo soy italiana, aunque ahora de italiana ya no me queda casi nada, pues hace más de 28 años que vivo en Kenia y, como sabéis, aquí se habla inglés y kiswahili, y en nuestra comunidad hablamos español e inglés, así que hoy en día ya no sé qué idioma hablo, quizá una mezcla de casi todo.
Os cuento cómo aparecí en esta tierra tan lejana. Yo vivía en un pequeño pueblo que se llama Pietraforte, en la provincia de Rieti, en Italia. En aquel entonces en mi pueblo había unas 100 personas, ¡no exagero! Mucha gente se había marchado para buscar trabajo en las ciudades. El párroco de la iglesia era un sacerdote español, y un día que vino a oficiar un funeral al pueblo, yo lo fui a buscar para que me hiciera un certificado que necesitaba mi primo para casarse. Vi el coche del padre aparcado con dos jóvenes dentro y me acerqué, abrí la puerta y me senté con ellas. Las jóvenes estaban sorprendidas al verme, y empecé a explicarles por qué estaba allí. Ellas me hablaban medio en italiano, medio en español. Eran dos misioneras laicas de la Comunidad Misionera de San Pablo Apóstol, que me explicaron durante más de media hora lo que hacían en Kenia. Yo les dije que siempre había querido ser misionera, pero que cada vez que me acercaba al cura me presentaba a monjas para ver si quería ser religiosa, pero yo veía que eso no era para mí.
Después llegó el sacerdote y me invitó a acompañarles a Roma, porque aquel día llegaba el P. Paco. Me fui con ellos. Desde el primer momento que Paco me vio me invitó a ir a Kenia. Él me parecía demasiado determinado, por decirlo así. Era la primera vez que alguien que no me conocía se fiaba de mí a primera vista, y yo
le dije que sí, que quería ir. Estuve con ellos dos días, y aunque todos se esforzaban en hablarme en italiano casi no les entendía y yo no hablaba español.
Así fue como al cabo de unos meses dejé a mi familia. Yo tuve un hermano, cuatro años menor que yo, que nació prematuro, de seis meses, y estuvo un tiempo en la incubadora. Más tarde le diagnosticaron una parálisis cerebral y vivió tan sólo hasta los nueve años, así que me convertí en hija única. Afortunadamente mi primo de cuatro años se añadió a nuestra pequeña familia tras la muerte de su padre y mi madre lo crió hasta que a los catorce volvió con su madre. Entonces fui realmente hija única. Y a pesar de eso, mis padres no se opusieron a mi marcha a Kenia. Al principio me echaban de menos, pero lo aceptaron.
Ahora, después de muchos años, entiendo bien la determinación de Paco a llamarme a dejarlo todo para seguir a Cristo e ir donde no hay nada, donde la gente es tan pobre que viven con “menos que nada”, en Turkana.
Al llegar a Kenia viví mucho tiempo en Nairobi. En la comunidad era la única italiana, y no hablaba nada más que italiano. Muchas veces me sentía extraña, ansiaba ir a vivir a Turkana, al desierto, y no estar en una gran ciudad. Me acuerdo que al principio sólo quería ir con la chica de la Comunidad que conocí en mi pueblo, pero ella tuvo que irse a otra misión en Bolivia y me costaba adaptarme a los demás. Mi madre me llamaba de vez en cuando un minuto para saber si estaba bien, y aunque yo le decía que sí, se daba cuenta de que no era verdad. Nunca quise decírselo, pues me costó bastante separarme de mi familia y de “mi pequeño mundo”. Estaba habituada a hacer un poco lo que yo quería, a viajar y tomar mis propias decisiones.
Los primeros meses fueron así: “me gustaba, pero”… después todo fue cambiando, entendí más lo que significaba la vida que quería seguir. El cariño y, sobre todo, la paciencia que toda la comunidad tuvo conmigo fueron extraordinarios. Tras algunos meses me decidí a quedarme. Fue después de haber ido a Turkana, de ver cómo vive la gente, de ver el trabajo que allí se hace. Creo que esto me conmovió, y pensar que podría ser útil cambió mi manera de actuar.
En estos 28 años mi madre ha venido casi todo los años a estar con nosotros. Se encontraba como en casa, enseñando a coser, bordar, a hacer pasta italiana, salchichas y muchas más cosas. Es bonito ver cómo la familia se integra con la Comunidad, y al final formamos todos una misma familia. Acompañándonos aquí son muy útiles, aprenden a querer a toda nuestra gente en la misión y así entienden muchas de las cosas que yo les explicaba.
No fue casualidad que en mi pequeño pueblo estuviera un cura español. Todo sucedió de la mano de Dios, que estaba allí. Por mi parte la puerta estaba abierta, y espero que la mano de Dios me siga guiando por los caminos de la misión, allí donde me quiera llevar
Patrizia Aniballi, MCSPA