Aterrizas en Madrid, bajas del avión y enfilas los pasillos y vestíbulos del aeropuerto. En seguida nos damos cuenta de que ya hemos abandonado la realidad de hace un par de días para volver a “nuestro” mundo. De vuelta en Madrid, sólo nos quedan palabras de agradecimiento y gratitud para expresar lo vivido durante el pasado mes de agosto en Andode.
Al llegar a Etiopía te ves envuelto en un ritmo de vida algo frenético en el que todo el mundo parece que vela sólo por sus propios intereses. El tráfico es caótico y las aceras (cuando las hay), están plagadas de contrasentidos que te hacen creer que estás en distintos países a la vez, vives situaciones completamente opuestas a cada paso que das: niños pidiendo limosna, estudiantes o trabajadores bien vestidos rumbo al trabajo, limpia botas y alguna persona tumbada que a veces crees que ya está descansando eternamente.
Cuando abandonamos la gran ciudad y llegamos a la misión nos sentimos desde el primer momento como en casa, integrados y arropados por misioneras, trabajadores, niños y el resto de voluntarios españoles que estaban en ese momento.
Hemos aprendido un montón, hemos descubierto un montón de rincones nuevos y hemos disfrutado de un mogollón de sonrisas que te dan la vida. Antes de salir de España ya sabíamos que íbamos a colaborar en todo tipo de proyectos, que iba a ser una experiencia muy enriquecedora como estudiante de medicina y fotógrafo que somos, pero cualquier expectativa se ha quedado corta.
Desde el punto de vista médico hemos visto enfermedades desconocidas hasta el momento para nosotros y que probablemente no vayamos a volver a ver en España (lamentablemente el mundo está mal repartido y mientras que en algunos sitios la problemática es la desnutrición, aquí es la obesidad). Hemos tratado con personas en su estado más vulnerable, las cuales a pesar de no poder ayudarlas siempre han respondido con la mejor de sus sonrisas.
Explicar en un texto todas las emociones que hemos sentido en estos días es casi imposible. Cocinar lentejas para dar de comer a Salomón y ver la felicidad con que se las come, el estar un ratito con Daniel ayudándole a que aprenda a andar y estimulándole, ayudar a pintar la guardería para que los niños empiecen el curso en unas aulas llenas de color, colaborar con los trabajadores en la creación de un huerto, de los canales, son hechos que parecen nimios. Pero cuando tienen como resultado que Salomón gane kilos, que Daniel mejore y que contribuyas a su felicidad, os aseguro que sólo por una de estas pequeñas cosas merece la pena haber tomado la decisión de realizar el voluntariado en Andode.
El hecho tan pequeñito de pasar una tarde jugando con las niñas a la comba, verlas reír, cantar, bailar, te hace olvidar un poco los problemas que podemos tener todos en nuestras vidas y pensar que si ellas con tan poco son felices ¿por qué nosotros no tenemos derecho a serlo con mucho más? En Andode hemos aprendido a relativizar todo mucho más y a partir de ahora será complicado encontrar una buena razón para poder quejarnos sin sentir que no debemos hacerlo.
Nos dejamos muchas cosas que no sabemos cómo expresar, pero tenemos claro que volvemos con más de lo que nos fuimos. Habremos aportado un granito de arena muy pequeño, pero sólo con una de las cientos de sonrisas que hemos recibido ya compensa. Un trocito de Andode estará ya siempre en nuestros corazones.
Andode – Valle de Angar Guten (1 -25 de agosto de 2016)
Elisa Casado y Francisco Marián.